
Colaboración/elCorreo.do
PERSPECTIVA: La semana pasada comenzó y terminó sangrienta. Primero fue la muerte a tiros del joven profesor Dabel Zapata, hijo de un diputado por Dajabón del gobernante Partido Revolucionario Moderno (PRM). Luego se reportaron matanzas desde Santiago y Los Alcarrizos, con un total de doce homicidios, para culminar con el asesinato del comunicador Manuel Taveras Duncan, a manos del contralmirante retirado Félix Alburquerque Comprés, ex presidente de la Dirección Nacional de Control de Drogas (DNCD).
Sorprende que las muertes de Zapata y Duncan se produjeron cercana la media noche en sendos negocios de comida rápida establecidos en la Capital. En los tiempos de la gran emigración del campo a la ciudad, por allá por los años 80 del siglo pasado, una de las cosas que nos maravillaba a los provincianos era la cordialidad característica de los urbanos, y más cuando solían coincidir en los lugares donde se acudía a degustar algún plato delicioso.
Con la orgía de sangre de la semana pasada, en la que solamente un agente de tránsito asesinó a tres mujeres y un hombre en Los Alcarrizos, hay que preguntarse necesariamente: ¿Qué nos está pasando a los dominicanos? ¿Qué suma de factores determinan que el buen humor que nos caracterizaba se haya cambiado por una crueldad sin límites, amenazando con poner en peligro la alegría contagiosa que fue por mucho tiempo admiración de los extranjeros?
Debemos estar conscientes de que la violencia espantosa de estos días no se resolverá con una Reforma Policial. Tampoco endureciendo las leyes contra la criminalidad la criminalidad. Se trata de asuntos más complejos y humanos. Hay que irse a los orígenes, establecer el momento preciso en que la sociedad comenzó a torcerse hasta llegar a lo que es su negación total, para ver si todavía existen posibilidades de un retorno a la sana convivencia.
Un amigo muy bien informado sobre el acontecer dominicano de las últimas tres décadas atribuye la violencia que nos arropa a la Ley de Lavado de Activos que entró en vigencia en el 2004, con la que se impusieron restricciones para el envío de dinero entre los traficantes de drogas, obligando a los representantes locales del narco a recibir los pagos en especie, lo que dio origen al microtráfico que impera en las barriadas de las ciudades dominicanas.
Para nadie es un secreto que el consumo de estupefacientes ha crecido en el país y con ello la criminalidad, marcada por los atracos, tumbes, enfrentamientos de bandas, irrespeto de los hijos a los padres, con el auge de la ratería a todos los niveles.
Pero también, este siglo XXI ha tirado por la borda todos los valores fomentados por la modernidad desde la Revolución Francesa (1789) hasta el derrumbe del Muro de Berlín y la caída del Bloque Socialista en la Europa del Este (1989).
Tras dos siglos de ideales humanísticos, en los que hombres y mujeres cultivaron sentimientos cargados de romanticismo, ha venido un paraíso para los realengos, donde se sienten realizados todos los que odiaron por siempre las buenas costumbres, la moral, la sana convivencia, la solidaridad, la consagración sincera a un culto patriótico o religioso, y sobre todo, al arte verdadero.
Los grafitis de las barriadas en honor a las mulas del narco caídas en el cumplimiento de sus misiones forman parte del mundo estrepitoso del rap, el dembow, el reguetón y todo el ruido difundido en la llamada música urbana. Y todo eso es violencia.
Mientras crece el bullicio altisonante, cargado de palabras obscenas, el melódico y acompasado merengue que alegraba las tardes dominicanas desaparece.
Nuestra violencia no se enfrenta a partir de quién ocupe el Ministerio de Interior o la jefatura de la Policía. Se trata de un fenómeno inducido por el mismo modelo que el fenecido Papa Juan Pablo II bautizó como “capitalismo salvaje”, que ha resultado más hereje que mismo “comunismo ateo y disociador”.
La violencia no se detendrá mientras imperen los valores del “Hombre Light”, como definió a la gente de hoy el extraordinario psiquiatra y escritor español Enrique Rojas.
El vacío dejado por los ideales extinguidos ha sido llenado por una serie de ideologías antinaturas que se empeñan en destruir la familia, la fe en Dios y las costumbres que durante siglos sirvieron de ancla al siempre turbulento espíritu humano. Y eso hay que saberlo para combatir la violencia.