
Colaboración/elCorreo.do
PERSPECTIVA: Probablemente el sector profesional más golpeado por la crisis de valores y los cambios de paradigmas en los últimas tres décadas ha sido el de las comunicaciones sociales. Desde que Francis Fukuyama, filósofo neoyorquino de origen japonés, decretó el fin de la Historia hace 30 años, el periodismo comenzó a sufrir los flagelos del relativismo ético, por lo que se perdieron los marcos referenciales en los que descansó la conciencia crítica, que permitieron el surgimiento del cuarto poder en la sociedad occidental.
El temor que perturbó la mente privilegiada del español José Ortega y Gasset en su libro emblemático “La Rebelión de las masas”, se hizo realidad. El respeto a las élites pensantes, el culto al arte verdadero y la pasión por la verdad y la justicia, pasaron a ser antiguallas. Fue parte de las secuelas nocivas del fin de la Guerra Fría en 1989, dos siglos después de La Toma de la Bastilla, en Francia, punto de partida para la Revolución Francesa, cuyos valores acrisolaron la vida en occidente durante la modernidad.
La sociedad surgida con la desaparición de la Unión de República Socialista Soviética (URSS), ese mundo unipolar del capitalismo salvaje que advirtió el papa Juan Pablo Segundo, impuso una franja muy flexible entre lo ético y lo antiético, lo moral y lo inmoral, de manera que el mercado es que establece lo bueno y lo malo. De ahí que el rol de vigilante frente a las degradaciones sociales, que le otorgó el liberalismo a la prensa, comenzó a perder sus baremos críticos.
Hoy la masa “rebelada” hace su propio “periodismo” en las redes sociales, amparada en leyes que protegen a ultranza la libre expresión del pensamiento. Le tocó a Umberto Eco sufrir la amargura que previó Ortega y Gasset, y decidió morirse “En nombre de la rosa”. Un verdadero caos comunicacional es lo que impera en los actuales momentos, hasta el punto de que, pese a que existen más medios de comunicación, el ciudadano del Siglo XXI está probablemente más desinformado que el de las últimas décadas del XX.
Con periodistas de raza como Namphi Rodríguez, Nelson Encarnación, Emilia Pereyra, Tony Pérez, Fausto Rosario Adames, Juan Acosta, Aurelio Henríquez, Mercedes Castillo, Alex Jiménez, Olivo de León, Danny Alcántara, Napoleón de la Cruz, Ruddy y Nino Germán Pérez, Domingo Bautista, Rosendo Tavárez y Pancho Javier, entre otros, he comentado estos temas, con las expectativas de que se crearán mecanismos para que la turba vulgar enardecida no se imponga sobre la información constructiva.
La democracia dominicana necesita de un periodismo sano e influyente, de manera que un gobierno trabajador y transparente no sea desfigurado por la demagogia y la ignorancia puestas en boga con las redes sociales. La misma oposición debe comprender que lo que le conviene a sus proyectos es hacer críticas en base a investigaciones bien documentadas, que se ajusten al contexto de crisis que vive el mundo, para plantear soluciones objetivas y realizables.
La pandemia del Covid-19 es una realidad que no debe ser soslayada de ningún análisis, los efectos económicos inmediatos tampoco, y ni hablar de la guerra Rusia-Ucrania, con su impacto en los precios de los hidrocarburos.
Escribo estas líneas justamente en el momento que la colega Castillo, ex presidenta del Colegio Dominicano de Periodistas (CDP), me llama para informarme que nuestro amigo Bonaparte Gautreaux Piñeyro acaba de ser seleccionado como Premio Nacional de Periodismo 2022, reconocimiento que merecía desde hace muchos años. Salud y larga vida para Kabito.
Probablemente nos tilden de soñadores a los que este 5 de abril, Día Nacional del Periodista, entendemos que los medios de comunicación social deben recuperar su papel de conciencia crítica en defensa de los mejores intereses de la sociedad. El individualismo, el populismo y la vulgaridad imperantes seguirán reclamando los espacios que otrora ocupaban los verdaderos profesionales del periodismo. Y ciertamente, aunque estemos soñando, es preferible ser soñador y no matador de sueños, con perdón de Serrat.