
Colaboración/elCorreo.do
PERSPECTIVA: El lunes primero de marzo, 1993, a partir de las 2:00 de la tarde, los dominicanos fuimos testigos de un largo y tenso día, el cual terminó en tragedia, más de 12 horas después, la madrugada del martes 2 de marzo. Nos referimos al asalto a la sucursal del Banco del Progreso, de la avenida Independencia con esquina Socorro Sánchez, en la capital dominicana, cuando el médico cirujano Cristóbal Eliseo Payano Rodríguez, con el rostro cubierto por una máscara de payaso, en un fallido intento de asalto a esa sucursal bancaria, tomó como rehenes a una docena de personas.
Es de todos conocido el trágico final de dicho acontecimiento, donde perdieron la vida el asaltante (médico cirujano) y la joven Celeste Paulino (de quien la autopsia reveló que el tiro que la mató, no provino del arma del asaltante). El dato a resaltar en ese trágico caso, es que en aquel momento la Policía Nacional no supo manejar la crisis, y sus agentes convirtieron en parte esencial de ese trágico final.
Según reseñas periodísticas, aquello se convirtió en un reality show, donde figuras de la radio y la televisión de la época, se rifaban el protagonismo de quién o cuál sacaba mayor audiencia (hoy serían view o like), para sus programas, ofreciéndose ellos mismos como rehenes del asaltante, es decir tenían más poder de decisión en los pasos a seguir en esa situación, que la misma Policía. Fue tal el hecho concluso, que uno de esos personajes predominantes de la televisión de esa época sirvió de rehén del asaltante y por poco pierde la vida.
Otro caso de manejo de crisis por parte de nuestra benemérita Policía Nacional, ocurrió el viernes 7 de agosto del 2020 cuando un agente vestido de sacerdote mató a un hombre de un disparo en la cabeza durante el secuestro de un niño y su madre, en un hecho registrado en el sector La Cruz, en el municipio Cotuí, provincia Sánchez Ramírez. El agente policial Santo Lora Báez entró a la casa de José Antonio Reyes Ulloa (El Gordo) disfrazado de sacerdote, aprovechando que el hombre había pedido hablar con un cura, y tras varios minutos de conversación le disparó.
Me podrían decir «Checo, pero al «gordo ese» había que matarlo, estaba amenazando la vida de un niño y una mujer inocente». Mi razonamiento sería decir, «probablemente el gordo ese merecía morir», pero vestirse de sacerdote usando una sotana para tales fines, sentaría un precedente de desconfianza en un próximo agresor que pudiese estar pasando por esa misma situación de retención de rehenes.
La semana recién pasada nuestro país volvió a ser testigo de una situación de asesinatos, en esta ocasión en el sector Villa Pereira, de la ciudad de la Romana, cuando el nombrado Román Daniel Guerrero Tavárez, alias “el Ebanista”, luego de asesinar a dos individuos que según versiones de vecinos del barrio tenían a este hombre en zozobra, cometiéndole robos y por demás se burlaban de él, se atrincheró en un colmado y durante 7 horas en un intenso intercambio de disparos, y siendo las 12 y media de la madrugada de este viernes, al final el Ebanista fue dado de baja.
En el primer video que vi sobre el suceso, pude notar la mala coordinación como respuesta de parte de la policía, con agentes policiales baleados desde adentro presuntamente por el agresor y estos tambaleándose y siendo arrastrados en el piso por sus mismos compañeros tratando de salvarle la vida. Luego cuando vi la información de que había situación de muertos, heridos y rehenes (un policía), inmediatamente a mi mente llegó la conclusión de que «el Ebanista ya era un muerto vivo».
Era previsible que no saldría con vida de ese callejón, ya que no habría forma ni confianza para negociar una entrega del asesino secuestrador a las autoridades judiciales y mucho menos policiales, por los precedentes previos que han ocurrido en nuestro país, donde nuestra Policía Nacional no tiene la cultura de la negociación para preservar la vida de un captor y sus rehenes.
Según dicen el Ebanista practicaba la fe cristiana, pero en esa circunstancia imagino que por su cabeza lo menos que pasaría era que le enviaran un pastor evangélico a negociar su entrega, puesto que podría suponer que en vez de una biblia llena de las sagradas escrituras ese “pastor» llevara una pistola o un revolver, tal y como le hicieron a «el Gordo ese de Cotuí».