
Colaboración/elCorreo.do
PERSPECTIVA: Al arrancar en los años noventa la promoción de la brutalidad en los medios electrónicos, lo denuncié como un fenómeno altamente peligroso, en la columna que manteníamos en el desaparecido periódico El Siglo, donde mis compañeros de redacción Elsa Expósito y Aristófanes Urbáez, me advirtieron que luchar contra ese “fantasma” era pecar de inocente. Y la brutalidad, con su carga de morbo, vulgaridad y desprecio por la cultura y el arte verdadero, creció como la verdolaga a ritmo de reguetón, dembow, merengue de calle, griterías, algazaras y alharacas en redes, canales y emisoras, hasta llegar a provocar las preocupaciones de importantes figuras que en los tiempos iniciales entendieron que la situación no llegaría tan lejos.
Lo que más nos preocupaba cuando nacía la epidemia que terminó en volverse crónica era la evidente despreocupación con que sectores llamados a ser conciencia crítica de la sociedad, como es el periodismo, se comportaban frente a la despiadada embestida de los brutos. Incluso voces autorizadas defendían el derecho de quienes practicaban actitudes antisociales, enarbolando obscenidades que superaban las de los prostíbulos y lupanares antiguos, con el alegato de que era parte de “la libre expresión del pensamiento”.
En estos días hemos visto como elemento esperanzador y saludable las preocupaciones de medios y personalidades por el derrotero iniciado en los años noventa, tras inaugurarse el “nuevo orden” surgido con la caída del llamado “sistema socialista” que funcionó en países de Este europeo, con el fin de la Segunda Guerra Mundial, y que le hizo competencia al capitalismo encabezado en Occidente por Estados Unidos durante más de cuatro décadas.
El daño que la vulgar brutalidad le ha hecho al país, con un sistema educativo donde la mayoría de los niños lo que tiene de profesores no son maestros, sino gremialistas desinteresados en una verdadera educación, es irreparable, por lo menos en la presente generación.
En su edición de este lunes, 22 de septiembre, el Diario Libre publica una reflexión de su director, Aníbal De Castro, con quien tuve el honor de trabajar bajo su dirección como reportero en el vibrante vespertino ULTIMA HORA en los años noventa, en la que expresa su preocupación por el crecimiento de la brutalidad mediática y pseudoartística, con citas de una figura que, como la del peruano Jaime Bayly, nadie puede tildar de conservador ni puritano.
De Castro titula su entrega con la sugerente expresión: “Te diré unos disparates”, subtitulándola: “El debate público, un campo minado, la agresividad vs. la mesura”, que ojalá se convierta en el inicio de un círculo virtuoso contra el círculo vicioso de la brutalidad. Aquí se la dejo a mis lectores.
«Estamos viviendo una época en la cual, la gente sensata, culta y bien educada debe hablar menos para no ofender a los brutos, ignorantes e incivilizados, que además en lugar de ser humildes son soberbios, agresivos e irrespetuosos». Jaime Bayly, el controversial comunicador peruano con reino televisivo en Miami, dispara la frase con la certeza de quien sabe que la paradoja de nuestros días está en la altanería con que la ignorancia se impone.
La escena es reconocible. La palabra mesurada se repliega mientras los gritos ocupan el debate. Irónico que el silencio ya no es prudencia, sino estrategia de supervivencia. Mejor callar para evitar la burla del mediocre. El culto mide sus palabras porque la ofensa se confunde con derecho adquirido. La educación se disfraza de arrogancia y la ignorancia se pavonea con orgullo.
En este clima, la conversación pública se convierte en campo minado. El respeto se reclama a voces pero se niega con actos. Lo que debería ser diálogo se reduce a competencia de agresividades. Quien busca la verdad corre el riesgo de ser acusado de insolencia. Quien defiende un matiz termina señalado como enemigo.
Bayly acierta en la crudeza. La época premia al insolente y castiga al sensato. La sensatez se retira no por falta de fuerza, sino porque la fuerza hoy se confunde con estridencia. Lo que antes era vergüenza hoy es bandera. Lo que antes era humildad hoy es despreciado como debilidad.
Queda flotando la pregunta de si vale la pena callar. Porque cada silencio abre espacio a la soberbia que él describe. Y cuando los brutos imponen su tono, los educados terminan aprendiendo que el mayor riesgo no es ofender, sino desaparecer de la conversación.