
Colaboración/elCorreo.do
PERSPECTIVA: El secuestro en territorio norteamericano el 12 de marzo de 1956, y posterior asesinato en territorio dominicano, del escritor y profesor vasco Jesús de Galíndez, iba a causarle al dictador Rafael Leonidas Trujillo problemas con el gobierno norteamericano del presidente Dwight Eisenhower. Pero sus cabilderos en Washington, que ganaban bien y eran diligentes y con buenos vínculos, pudieron solucionarle ese conflicto sin mayores inconvenientes. Hay que decir también que el tirano pudo campear el temporal, porque en ese momento, seguía siendo un buen aliado de los Estados Unidos en la lucha anticomunista en el Caribe.
Tres años después, un acontecimiento no previsto, pero de mucha trascendencia histórica, iba a modificar totalmente el panorama. Se trataba del triunfo de la Revolución Cubana, que aparentemente nada tenía que ver con Trujillo y República Dominicana. Sin embargo, iba a repercutir directamente en Santo Domingo, al producir un cambio de la política exterior de los Estados Unidos frente a Trujillo. El, que había gozado del apoyo de Estados Unidos durante tantos años, a partir de ese acontecimiento intentarían sacarlo del poder, porque su permanencia en él contrariaba los planes contra Fidel. Para legitimar la lucha contra Castro debían sacar a Trujillo. Además, empezó a cobrar fuerza la idea de que la dictadura de Trujillo, que había servido tanto contra el comunismo, ahora podía estimular el avance de las ideas comunistas, y hasta podía, como consecuencia de su política represiva, producir otra Cuba.
Pero Trujillo, aunque veía los nuevos vientos internacionales, no podía entender ni ser convencido de que debía marcharse. ¿Irse del poder para dónde? Trujillo no tenía donde, ir y el primero en saberlo era él. Había llegado al poder para morir en él, y eso hizo. Por su mente nunca pasó la idea de abandonar, de colgar los guantes o de tirar la toalla. Mejor muerto. Había gobernado a sangre y fuego, y a sangre y fuego estaba dispuesto a morir. En su siquis no había lugar seguro en el mundo para él. Solo en Quisqueya.
Los gringos, que al parecer no conocían bien su personalidad, intentaron convencerlo de que se retirara en orden. Le formularon diversas ofertas para acomodarle un retiro decente donde pudiera disfrutar su enorme fortuna sin problemas. En febrero de 1960 el presidente Dwight Eisenhower le envió dos viejos amigos para esa complicada tarea: William D. Pawley y el senador por la Florida George Smathers. Nada lograron. Luego el presidente John F. Kennedy procedió igual que Eisenhower. Trató de sacarlo por las buenas para no sacarlo por las malas. Eran amenazas veladas, pero con Trujillo eso no funcionaba. Le envió dos viejos amigos: Igor Cassini y el ex subsecretario de Estado Robert Murphy. Pero que va. Trujillo no era como los dictadores Fulgencio Batista, Marcos Perez Jiménez y Rojas Pinilla. Tampoco como el argentino Domingo Perón. Esos cuatro habían salido del poder sin mayores problemas y deambulaban por el mundo pasando vergüenzas. Trujillo tenía un carácter y un temperamento diferentes. Para Trujillo no tenía sentido ya vivir sin la mandarria del poder. Como las gestiones anteriores tampoco se logró nada. Eso más bien aumentaba su resentimiento a los gringos y consolidaba su decisión de permanecer a sangre y fuego en el poder.
La respuesta de Trujillo a todos esos intentos fue una masiva manifestación, celebrada con su presencia en el hoy Estadio Quisqueya o Juan Marichal, que antes llevaba su nombre. El único orador fue el presidente Joaquín Balaguer, y el mensaje, para los gringos, fue contundente. Con el dramatismo de su penetrante oratoria el cortesano dijo: «los enemigos de Trujillo no lo verían prófugo como Fulgencio Batista, ni sentado en el banquillo de los acusados como Rojas Pinilla o exiliado como Marcos Pérez Jimenez…A Trujillo sus enemigos lo verán muerto, pero con la fuerza del rayo ígneo que baja de las alturas». En buen dominicano esas palabras eran un desafío. Trujillo era el jefe de una nación pequeña del Caribe sin importancia en el tablero mundial, pero no se dejaba amedrentar por el imperio. El camino de una retirada por las buenas estaba cancelado.
Pero los gringos hicieron un último intento. Fue un encuentro a principios de mayo con un emisario del presidente Kennedy en una suite del hotel El Embajador. Trujillo llegó a la cita acompañado de su edecán militar coronel Marcos Jorge Moreno y Virgilio Alvarez Pina, don Cucho, quien se ocupó años después de contar lo sucedido en ese encuentro.
En su libro «La Era de Trujillo; Narraciones de Don Cucho», dice: «Allí nos encontramos con un funcionario de la embajada norteamericana, quien me invitó a sentarme en una sala previa donde se observaba el mar Caribe. Trujillo se adelantó en compañía de su edecán militar, Coronel Jorge Moreno. Fue recibido por un hombre de estatura mediana, pelo rubio canoso, quien desde la distancia en que estaba me pareció una persona de unos cincuenta años de edad… Así permanecimos por más de media hora. Los gestos de Trujillo nos indicaban que la conversación no era del todo cordial…De pronto, el Jefe se levantó de su asiento bruscamente y sin despedirse se dirigió a la puerta de cristal. Jorge Moreno se apresuró para abrírsela. Trujillo nos ordenó: vámonos de inmediato. Bajamos y abordamos el automóvil rumbo a Palacio. En el trayecto, Trujillo comentaba en susurros «estos gringos se creen que soy un pendejo». En su despacho Trujillo me narró la conversación con el personaje norteamercano».
Y textualmente sigue apuntando don Cucho: «Éstos cabrones, me dijo, mandan a un carajo a decirme que debo renunciar y vivir en el exterior gozando mi fortuna. Me proponen todas las garantías necesarias si accedo a sus deseos. ¿Qué te parece? Que es un atrevimiento, respondí. A seguidas pregunté: ¿Y cuál fue su respuesta? Le dije que yo moriría con las botas puestas, pero que jamás, me iría del país como un cobarde».
Ese testimonio, para mí de un gran valor, porque recoge de manera directa no solo las propuestas y planes gringos, sino sobre todo, la reacción personal de Trujillo frente a esos planes. Estaba claro. Muy claro. Solo muerto se iría del poder. Llevaba 31 años gobernando sin límites. Siempre encontraba razones para hacer lo que quería hacer. Pero ahora sus días estaban contados. Así termina don Cucho su narración: «Dejé el despacho de Trujillo, convencido una vez más de que el Jefe era un hombre de valor probado y que sus afirmaciones las cumpliría cabalmente. De otra cosa salí convencido aquella tarde: los días de Trujillo estaban contados. El imperio más grande del mundo le había retirado su confianza. Era un proscrito sentenciado a muerte».
Dicho y hecho. Días después, el 30 de mayo, el Jefe sería interceptado en el malecón de la República y ajusticiado. Siete hombres, encabezados por Antonio de la Maza y Salvador Estrellas Sahdalá, reunieron valor y coraje y y terminaron la tarea, varias veces planificada y pospuesta, de acabar con la vida del dictador Rafael L. Trujillo, que murió como vivió: a sangre y fuego.