
Colaboración/elCorreo.do
PERSPECTIVA: La idea de un proceso penal en el que se respete la dignidad de la persona supone la realización efectiva de ciertas garantías procesales básicas, que procuran la mitigación de los excesos perpetrados contra individuos durante la persecución del delito, los cuales persisten en la actividad judicial fruto de patrones culturales, asociados al enfoque autoritario del derecho penal y a nuestra tradición jurídica y política.
Vale recordar la obra de Beccaria, en la cual se encuentra uno de los primeros y tal vez más importantes intentos por hacer del proceso penal algo humano, lo que revela la sempiterna preocupación en el sentido que indicamos.
En efecto, el postulado de humanización pasa por garantizar el derecho a recibir un trato digno, a ser oído en todas las fases y etapas procesales, a ejercer el derecho de defensa ante un juez imparcial. También, la igualdad real de oportunidades para las partes, la eliminación de las barreras de comunicación en el proceso, la aceleración y simplificación de los procedimientos, entre otras.
Por otro lado, está el excesivo formalismo, la prolongación incontrolada de trámites y actuaciones procesales, a los cuales se agrega la aplicación de medidas de aseguramiento contra una de las partes, el imputado, mismas que en la fase inicial se convierten en una abstracción que lo sumerge en ese laberinto intimidatorio y desconcertante que es el aparato judicial, especialmente opera sobre aquellos que transitan su primera experiencia.
Además, este conflicto está caracterizado por el distanciamiento, burocratismo, formalismo y lentitud del procedimiento, que el justiciable puede relacionarlo con el olvido o abandono del factor humano en los procesos judiciales.
En sentido estricto, la exigencia de humanización y reclamo por el respeto a la dignidad es una reacción a esa apatía u olvido, ante la creencia de que la justicia debe tornarse más humana, comprensible y accesible frente a lo que normalmente es considerado justo o injusto.
Dicha creencia poco tiene que ver con el originario enfrentamiento emocional entre las partes envueltas en un proceso judicial, que también no deja de ser un conflicto racional y profesional, en el cual el asunto litigioso se convierte en un metaconflicto, especialmente porque en los procesos penales intervienen sujetos procesales en posiciones distintas. Así, una de las partes está dotada de autoridad que le imprime poder frente a la otra, la cual a veces está sometida a sus designios.
Así las cosas, para que el proceso penal esté mínimamente revestido de esas condiciones de humanización, que asegure la dignidad de la persona sindicada de un acto ilícito, se requiere que el mismo sea conducido en estricto cumplimiento de las normas procesales, ajustadas a la realidad, naturaleza y condición concreta del justiciable, sin menoscabo de los derechos de las victimas aunque estén representadas en forma difusa.
El reconocimiento de la dignidad del hombre por parte del Estado, es lo que ha llevado a la adopción de diversas disposiciones contenidas en tratados o declaraciones internacionales, las cuales han sido incorporadas en nuestro ordenamiento jurídico fruto de la transformación del Estado liberal en un Estado social de derecho, que se presenta con diversos matices según el contexto socio-político en que se encuentre la sociedad.
En efecto, la lucha por la humanización de los procesos judiciales es una consecuencia de las exigencias de los cambios sociales emprendidos por la sociedad moderna, en la cual encuentra cabida el Estado de derecho, basado en instituciones capaces de garantizar la paz y la estabilidad.
Así, lo importante en esta tarea es comprender los pasos que se han dado y los derechos alcanzados, para estar en condiciones de exigir su cumplimiento, pasando por preguntarnos qué falta por hacer en este sentido en nuestro ordenamiento legal y en el sistema judicial.
Más valioso es, velar porque dichas garantías sean observadas frente a todos por igual y que las restricciones sean en proporción a la peligrosidad objetiva del individuo sometido al proceso penal, sin condicionamientos a que en el pasado hayan sido desdeñadas o que se haya obrado sin dignidad. Las normas del debido proceso están pensadas para regular la actuación del poder, cuya importancia no puede minimizarse en ningún Estado que se precie de ser democrático.