Farid KuryPerspectiva

Mi viejo y la tragedia del inmigrante

Por Farid Kury

Colaboración/elCorreo.do

PERSPECTIVA: “Hay leyes, todavía misteriosas porque el ser humano no ha alcanzado a estudiarlas, que parecen identificar de una manera constante a las criaturas de Dios con el lugar en que han nacido. Algo difícil de conocer obliga a la alegre foca que recorre los mares del Japón a retornar a las frías costas de Alaska para tener allí sus crías, una fuerza incontenible hace que los salmones retornen, cruzando el Atlántico y trepando por las cascadas de los ríos del Canadá, a desovar en los sitios donde nacieron, un mandato que no pueden desobedecer trae a las anguilas de los ríos de Europa a dejar sus huevos en el Mar de los Sargazos, igual mandato conduce las bandadas de golondrinas y de palomas que desafían la distancia de millares de kilómetros y van sin un desvío a hacer sus crías en el sitio donde las madres las tuvieron a ellas».

Cuando leo este párrafo, contundente y veraz, no puedo dejar de pensar en mi padre. Mi viejo, de ascendencia libanesa, llegó a la República Dominicana en 1954. Lo que lo movió a venir aquí es lo mismo que mueve a todos los migrantes: la mejoría económica, la búsqueda de un futuro mejor.

Y pese a que vivió en esta tierra hermosa 32 años y la amó profundamente, nunca dejó de pensar y amar la tierra donde nació y desarrolló su juventud. Buscar en otras tierras lo que no tenía en la suya jamás provoca en el migrante un sentimiento de olvido. Papá nunca dejó de añorar a su tierra de origen.

En el Líbano papá casó con mamá y ambos vinieron cargados de sueños y esperanzas. Aquí el destino les sonrió. Como todos los árabes, descendientes de beduinos y fenicios, estableció un negocio de ropas y telas, y tuvo cinco hijos. Y aunque vivía atento a nosotros y a su negocio, puedo afirmar que nunca dejó de pensar en lo que dejó atrás. Nunca dejó de pensar en sus hermanos, en Sheik Mohamad, el pueblo donde nació, en Tripolí, la ciudad donde de joven trabajó. Nunca.

Con frecuencia yo le veía un poco taciturno y reflexivo. Yo era chiquito y no comprendía. No podía comprender que podía pasar en su alma y en su cabeza. Hoy comprendo que era el amor a su tierra, a su familia que dejó allá. Era el amor al Líbano. Vivió toda su vida extrañando al Líbano, a sus hermanos y a sus amigos de infancia.

Los domingos, sin fallar, comía comida árabe. Le encantaba el Kibe, compuesto de trigo con carne cruda, y con cebolla cruda y aceite verde. Mi mamá, como toda una experta en comida árabe la preparaba. Y también escuchaba música árabe. Le encantaba escuchar a Waddi Safi. Yo veía eso pero no podía comprender que se trataba de ese amor misterioso descrito por Juan Bosch, que hace que una persona nunca deje de pensar en la tierra donde nació y vivió sus primeras primaveras.

En Hato Mayor del Rey mi padre era querido por muchas gente. Era popular. Convivía y hacía lo que hacían los demás. Nunca se aisló. Estaba integrado a la sociedad. En cierta forma se aplatanó. Pero me atrevo a pensar que su cabeza siempre estuvo aquí y allá. Siempre acarició la idea de regresar al Líbano. Siempre añoró criar a su familia en la tierra de los Cedros.

Ese siempre fue su pensamiento, su sueño. Pero mi papá no sabía la tragedia que vive el migrante. El, eso sí, luego la vivió, la sintió y la sufrió. El migrante sale de su país y rara vez puede volver, más que de visita. Si después de un cierto tiempo logra mejorar su situación económica y hacer un capital no puede dejar todo lo construido para volver a empezar. Se acostumbra y no puede aventurarse a otras cosas si ya le está yendo bien. Y si le está yendo mal menos vuelve, porque volver derrotado es la peor opción. Mejor dicho, no es una opción.

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Y ocurre que el hecho de que por una razòn u otra no puede volver a su tierra hace que el migrante aumente su amor por su patria. Es el apego del hombre al pedazo de tierra que le vio nacer. Ese es el amor a la patria que la humanidad llama patriotismo.

Me fascina como Juan Bosch explica ese amor, que él describe como misterioso.

Leamos al profesor: «¿Tiene tal vez cada pedazo de tierra una frecuencia magnética oculta que conforma el que nace en ella sin que él se dé cuenta? ¿Qué relación desconocida hay entre el grosor del aire, la dulzura del agua, el color de los árboles de un lugar de un determinado y los sentimientos de la criatura de Dios que nace allí?

No lo sabemos, y acaso la humanidad tarde mucho en saberlo. Pero la historia, que es el espejo de los actos colectivos, nos enseña que el amor a la patria es un valor constante en todos los pueblos, que el esquimal ama su rudo paisaje de nieves eternas, que el tibetano ama la extraordinaria soledad de sus montañas, que el africano ama sus selvas pobladas de leones, de culebras y caimanes, que el norteamericano ama su continente de rascacielos y automóviles. Nosotros los dominicanos amamos hasta la muerte este pedazo de isla en el cual nos tocó nacer, en el cual hemos luchado y en el cual esperamos morir”.

Estas palabras se cumplieron perfectamente en mi padre. Ellas explican su amor por su tierra, y sus añoranzas, acompañadas de tristezas. Pero también pueden explicar el comportamiento y la actitud de millones de personas que, como mi papá, nacieron en un país y viven en otro, trabajando lejos de sus tierras y de sus familias. Explican en sintesis la agonía de millones de migrantes, que pese al bienestar que tienen donde viven, añoran con desenfreno volver a vivir a la tierra que los vio nacer.

En un viaje que hice a Nueva York, hablando con muchos hatomayorenses, pude comprobar como todos ellos desean con fervor retornar a República Dominicana. Uno de ellos, Alcides Reyes, me dijo que no hay día del mundo que no piense en volver a vivir en Hato Mayor del Rey. Y terminó diciéndome, con una voz entrecortada: «Dios mío, ¿Hasta cuándo? El que nace en un país y vive en otro vive mutilado».

Yo no sé si mi padre vivió mutilado como dijo mi amigo. Lo que sí sé es que vivió toda su vida queriendo volver. No pudo volver. Le tocó morir y ser enterrado en esta tierra que también quiso, amó y por la cual siempre confesó y sintió una profunda gratitud. Hoy comprendo lo que mi viejo sufrió.

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