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José Martí: la gloria en Dos Ríos (2 de 2)

Por Farid Kury

Colaboración/elCorreo.do

PERSPECTIVA: Llega la hora de partir. La independencia de Cuba los llama. Son dos historias cautivantes la del viejo general y la del joven Apóstol. El 1 de abril salen de Montecristi en la goleta Brothers, con otros cuatro patriotas, un dominicano y tres cubanos. Ya en Cuba, desde el 24 de febrero, se está combatiendo. Les urge sumarse al combate iniciado el 24 de febrero por órdenes de Martí.

Días después llegan a Cuba. Se suman a la lucha. Gómez asume el mando. En el campamento, aunque Martí no era conocido, los combatientes, admirados, le dicen «El Presidente». Pero Martí no estaba llamado a ver el resultado de su obra ni mucho menos a ser presidente de Cuba. El 19 de mayo, extrañamente, cayó en combate en Dos Ríos.

El profesor Juan Bosch, martiano hasta los tuetanos, describe en forma conmovedora la muerte de Marti:

«Cayó en Dos Ríos, el 19 de mayo de 1895. Durante poco más de un mes viviría en el campo en armas, con el equipaje lleno de medicinas para curar a los heridos. Los soldados mambises le llamaban “Presidente”, y él vivía, como una criatura embriagándose de Cuba, cuya tierra no había visto desde hacia lustros. De pronto, habiéndose apartado las tropas, para poner emboscada a una columna enemiga, el oyó cornetas, montó a caballo, ordenó a un amigo que cargaran y se lanzó sobre las filas españolas. Una bala le destrozó el cuello. América se espantó con su caída y en el continente y en las islas los hombres se miraban, callados, y aseguraban que no podía ser, que era mentira».

En Dos Ríos murió José Martí. Cosas de la vida: fue el único que cayó en ese combate. Murió quien no debía de morir. Y desde entonces un cúmulo de informaciones, a veces contradictorias, han desafiado la imaginación y la investigación de los historiadores. Gómez lo quiso cuidar, proteger, le indicó que se quedara en la retaguardia. Pero Martí quería combatir. Su acción parecía una inmolación. Pero no. No fue una inmolación. Martí obedeció a su corazón. Hizo lo que creyó que debía hacer. Martí no se lanzó a morir. Se lanzó a pelear como un soldado más. Eso sí, estaba dispuesto a morir, y de cara al sol, por Cuba. No temía a la muerte. Un día antes de dejar su sangre en Dos Ríos, solo un día, escribió: «Por Cuba soy capaz de morir en una cruz». Fueron sus últimas palabras escritas.

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En Cuba existe una canción de principios del siglo XX que una de sus notas dice: «Martí no debió de morir». Y Juan Bosch, el 10 mayo de 1990, a escasos días de las elecciones presenciales, viniendo desde Higuey luego de participar en una manifestación electoral, escribió Rafael Camilo Matos, quien lo acompañaba, que sorpresivaemente dijo: «Y pensar que Martí murió cuando iba a ser presidente». Miren en lo que pensaba el profesor a solo seis días de las elecciones en las que pudo ser proclamado presidente de la República: en José Martí. A veces he pensado que hay hombres tan y tan grandes que no merecen ser presidentes. Que merecen irse a la gloria sin ninguna mancha.

Cierto, José Martí no debió morir en Dos Ríos. Todos, antes y ahora, sentimos ese grito dentro de nuestros corazones. Pero ese día, el día que para siempre murió el Apóstol, pasó a la gloriosa eternidad, reservada solo para los grandes hombres. Aquel día, también, fue liberado de la decepción y las amarguras que de seguro hubiese sufrido en lo más recóndito de su noble alma al ver y sentir «las ingratitudes probables de los hombres» de las que con conocimiento le habló a Máximo Gómez. ¿Acaso nuestros libertadores y fundadores de pueblos no han sufrido de esas ingratitudes?¿Sería él la excepción? Dos Ríos, definitivamente, lo salvó de sufrir esas ingratitudes y de ver a su amada Cuba, que por su libertad daba su vida, entregada al imperio «revuelto y brutal».

Max Henríquez Ureña, cuyo tío Federico Henríquez y Carvajal acompañó a Martí en el único viaje que éste hizo a la ciudad de Santo Domingo los días 17 y 18 de septiembre de 1892, y colaboró grandemente con la causa cubana, escribió el 19 de julio de 1948: «Y quién sabe, sin embargo, si de no haber muerto Martí, las más tremendas decepciones hubieran sacudido su alma generosa y fundadora, con la misma furia que las tempestades derriban los nobles próceres y enhiestos».

Mucha razón tuvo Max. Martí vivió para la gloria y murió en la gloria. Su muerte lo elevó a la cumbre del martirio y la gloria.

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