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Gregorio Luperón: el guerrero indomable

Por Farid Kury

Colaboración/elCorreo.do

PERSPECTIVA: Gregorio Luperón no fue, como se sabe, el iniciador de la Restauración. Esa guerra gloriosa en la que nuestros campesinos, descalzos, harapientos, y con la fuerza del machete, vencieron al veterano ejército español, la iniciaron otros, como Santiago Rodríguez, José Cabrera, Pedro Antonio Pimentel y Benito Monción.

Cierto, el 16 de agosto de 1863 Luperón no fue de los que entraron por Haití. Pero fue de los primeros que se integró a la guerra cuando se enteró del grito de Capotillo. Cierto, no fue de los que planificaron esa guerra, pero fue de los primeros en oponerse a la anexión a España proclamada el 18 de marzo de 1861 por el general Pedro Santana, lo que le valió ser apresado y desterrado a Nueva York. También es cierto que fue de los primeros que llegó a Santiago para participar en la importante batalla que a fuerza de coraje se escenificaba allí contra las tropas españolas, y gracias a su arrojo en pocos días se ganó el título, primero de coronel y luego de general.

También es cierto que fue el centauro azul y ningún otro, quien detuvo en seco en Guanuma al temido bárbaro de Pedro Santana, que marchaba con sus incondicionales soldados a Santiago a poner en sus puestos a
los restauradores. Fue el moreno puertoplateño quien aceptó, a la edad de 24 años, enfrentarse a aquel veterano militar, cuyo nombre de solo mencionarlo causaba temor.

Luperón, crecido en la pobreza, no le tuvo miedo al general de fama aterradora, como no le tuvo miedo a nada ni a nadie en toda su vida de guerrero indomable. El no fue de los iniciadores de la Restauración, pero cuando el gobierno de Santiago requirió de algún general para frenar el avance de Santana, y ante la indecisión de muchos otros, fue Luperón quien dijo presente y asumió la responsabilidad de salvar la Restauración.

Con razón el historiador José Soto Jimenez dice que Luperón «fue el restaurador por excelencia, el vencedor de Santiago, la pesadilla de Buceta, el rayo que tronchó la corpulencia heroica y apátrida de Juan Suero, el mal sueño que se tragó el prestigio militar de siño Pedro Santana». Sí señor, es bueno repetirlo: Luperón es el restaurador por excelencia. Porque a todo lo anterior se debe agregar que fue el restaurador que llevó la guerra al este y al sur convirtiéndola en una guerra nacional, y no sólo de una región, lo cual fue un factor decisivo en la derrota de los españoles.

Pese a los celos, siempre presentes entre los hombres, todos los precursores lo respetaban. Podían recelar de la gloria que iba conquistando en los campos de batallas, pero todos, desde Santiago Rodríguez, Pedro Pimentel, José Cabrera hasta Gaspar Polanco y José Antonio Salcedo, lo tenían que respetar.

De esa guerra, que coloca al pueblo dominicano en la galería de los pueblos heroícos, Luperón salió convertido en un prestigioso caudillo, lo que le permitió posteriormente ser el líder del Partido Azul. Y con ese prestigio y ese liderazgo encabezó la lucha contra las pretensiones antinacionales de Buenaventura Báez en la llamada guerra de los Seis Años, esa que es calificada con razón como nuestra tercera guerra de independencia. Gracias a su espíritu de guerrero indomable éste país no perdió su independencia cuando el jabao vende patria de Baéz hizo todo lo posible por anexar, sino el país completo a una potencia extranjera, cuando menos la Bahía de Samaná.

Luego cuando le llegó la hora de gobernar a las llamadas fuerzas liberales acaudilladas por él, solo aceptó ser presidente del país de manera provisional por un año. No le apasionaba el poder. Le apasionaba la lucha por la patria. A diferencia de otros que luchaban para llegar al poder y disfrutar de él, el líder del Partido Azul luchaba por la independencia. No tenía vocación autoritaria ni por el poder. Tenía vocación patriótica. Por eso promovió la llegada de otros al poder, como al Padre Fernando Arturo de Meriño y a su discípulo Ulises Heureaux, Lilís. Pero cuando éste se torció y sometió el país a su dictadura, Luperón, demócrata y enemigos de los tiranos, se encabritó y no dudó un segundo en volver a la manigua. Pese a los achaques y a la edad se levantó en armas contra el discípulo convertido ahora en un malvado tirano.

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Lo hizo con el dolor de su alma porque lo había querido como a un hijo y había confiado en él muchas veces, pero su amor a la patria nunca admitió flaquezas. Para él lo primero no era las mieles del poder que si hubiese querido hubiese disfrutado de ellas en demasía, sea como presidente o congraciandose con su antiguo protegido. Para él lo primero era la República Dominicana, y mientras pudiese luchar se sentía en el deber de hacerlo contra la dictadura que encabezaba quien había llegado al poder de su mano.

Esa guerra no la pudo ganar, como había ganado la guerra de la Restauración y la guerra de los Seis Años. Lilís estaba en el poder convertido en un tirano implacable que mataba a enemigos y amigos. Su poder militar era muy sólido y sus ramificaciones políticas eran muy extendidas. Mientras, el prestigio y el poder de Luperón ya estaban bastante menguados. Es la etapa en que se instala como exiliado en Saint Thomas donde escribe sus memorias en tres tomos que titula Notas Autobiográficas y Apuntes Históricos, en los cuales, además de atacar a Lilís y su dictadura, manifiesta su desilución, desencanto, tristeza y pesimismo.

Quiere luchar. Quiere seguir luchando como lo había hecho en los últimos 35 años, contra Pedro Santana, los españoles, Buenaventura Báez y Lilís. Pero ya no puede. No tiene los medios, pero además, ya está enfermo y no tiene la fuerza física de antes. Ya no es solo los achaques propios de la edad. No. Ahora sufre de un espantoso cáncer de garganta que va apagando su voz y lo va consumiendo en medio de la pobreza. Vive con él su esposa Luisa y su hijo Jacobito, quien sufre de tuberculosis. No tiene recursos para atender su cáncer ni la enfermedad de su hijo. Es un verdadero calvario lo que vive el hombre que lo había dado todo por su país. Vive postrado en una cama solo añorando morir y ser enterrado en un pedazo de su querida Puerto Plata. El guerrero indomable está vencido. Pero en medio de tanta desilución las fuerzas del destino se ponen a su favor y Lilís en persona lo visita en Saint Thomas para traerlo al país. No viene con Lilís, pero días después arriba al muelle de Santo Domingo pero no se baja del barco. No tiene fuerzas para distracciones innecesarias. Su interés es llegar cuanto antes a la Novia del Atlántico donde quiere morir.

En Puerto Plata toda la comarca sabe lo que está pasando con el héroe. Todos saben que el guerrero indomable está viviendo sus últimas horas, saben que el restaurador por excelencia, el patriota ejemplar, está a un metro de distancia de la muerte, y no pueden hacer nada para salvarlo. Ni siquiera su médico, el Dr. De la Fosse, puede hacer nada y quien más lo sabe es el propio Luperón.

Pero el guerrero no le teme a la muerte y quiere morir de pie, «parao como un hombre». A lo que sí le teme es a morir disparatando. Por eso había pactado con su médico que cuando lo viera en esa condición acelerara su muerte con algunas gotas de veneno. El 21 de mayo de 1895, cansado de los terribles dolores, le requirió con la mirada serena y en un tono seguro a su médico cumplir lo pactado. Le dijo: «Doctor, cumpla como caballero…Eche las gotas…».. Aunque al principio dudó, frente a la firmeza del general, el doctor no tuvo de otra, y efectivamente cumplió como caballero. Le suministra las gotas de la muerte en cantidad suficiente, poniendo de esa manera fin a la gloriosa vida del gran soldado de la Restauración, del jefe de la guerra de los Seis Años y del indomable guerrero de la libertad.

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