Farid KuryPerspectiva

Francis Caamaño frente a William Tapley Bennet

Por Farid Kury

Colaboración/elCorreo.do

PERSPECTIVA: El 27 de abril de 1965, a eso de la 5 de la tarde, y siendo ya Francisco Alberto Caamaño Deñó comandante de las fuerzas militares constitucionalistas, se produjo una reunión en la embajada norteamericana, a la cual asistieron el presidente Rafael Molina Ureña y Francis Caamaño. Lo que había movido al mando constitucionalista a aceptar la invitación hecha por el embajador William Tapley Bennet era el interés de buscar una salida que detuviera la lucha que en ese momento se escenificaba en el Puente Duarte y que, dados los bombardeos que realizaba la Fuerza Aérea, estaba cobrando muchas vidas.

Los constitucionalistas pretendían convencer a los norteamericanos de que usaran su enorme poder para detener los bombardeos aéreos a la ciudad y el avance de los tanques del CEFA. Pero obviamente se trataba de una ingenuidad. Porque los norteamericanos tenían sus propios planes, que consistían en la rendición incondicional de los constitucionalistas, a quiénes calificaban de rebeldes y de responsables de lo que estaba aconteciendo.

Arrogante, prepotente, el embajador no quiso oír los argumentos de los constitucionalistas. Lo que allí hubo fue una burla al presidente Molina Ureña y a su comitiva. El embajador hablaba con ínfulas imperiales a las que todos debían pura y simplemente someterse. Repartió boches a diestras y siniestras y responsabilizó a los constitucionalistas de la guerra. En todo momento se negó a mediar y sólo se limitaba a pedirles que depusieran las armas.

Caamaño quiso varias veces hablar, pero el embajador no se lo permitió. Ciego de rabia, el coronel asumió una actitud digna frente a las insolencias del embajador. Se levantó y en voz alterada manifestó: «Vámonos, que no nos dejan hablar». El embajador quiso mantenerlo en la reunión, pero Caamaño, con el corazón inflamado de cólera, le dijo: «Ya no tenemos nada que hablar. Usted dice que no puede detener a Wessin, que está bombardeando la ciudad». Y a seguida le remachó: «nosotros le vamos a demostrar a ustedes que los dominicanos tienen dignidad y coraje, y se enfrentan a la muerte».

La postura del arrogante embajador norteamericano fue la típica conducta de un diplomático malo que desconoce su real papel. No actuó como un diplomático, sino como un grosero agente imperial que pretende a toda costa imponer su criterio. Con una actitud más inteligente pudo  ayudar a abrir un canal de diálogo, incluso, pudo ayudar a terminar el conflicto y ahorrarle a su país una intervención militar con todo lo que ella acarreó de muertos y descrédito. Los constitucionalistas, en realidad, estaban dispuestos a ceder, a llegar a acuerdos, pero no podía ser sobre la base de humillarlos. El embajador en ningún momento aceptó la idea de que el bando constitucionalista  se había constituido en una parte beligerante del conflicto, con el cual había que conversar y negociar. Los trató como vencidos. Y eso para Caamaño y sus acompañantes era inaceptable. El embajador no conocía el carácter ni el temperamento del dominicano, que frente a la arrogancia y petulancia se vuelve una fiera. Aquella conducta del embajador fue una oportunidad  que se perdió.

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De todas maneras, la postura valiente y patriótica de Caamaño, como respuesta a la insolencia del embajador, salvó la dignidad del bando constitucionalista. Ahí la reunión quedó abruptamente terminada. Algunos, como el propio presidente Molina Ureña, salieron de ahí y se asilaron. Pero Caamaño asumió una actitud diferente. Acompañado de Manuel Montes Arache, Juan Lora Fernández y otros oficiales constitucionalistas, se dirigió al Puente Duarte donde el pueblo a golpe de heroísmo libraba una terrible batalla contra los tanques de CEFA y la aviación de la Fuerza Aérea.

Allí llegó dispuesto a comandar las tropas constitucionalistas y a morir si fuese preciso. Su presencia sirvió de extraordinario estímulo adicional a los combatientes del pueblo. Fueron muchas las bajas de ambos lados en esa famosa e histórica batalla. Pero al final, ya de noche, el heroísmo del pueblo, se impuso. Las tropas del CEFA hubieron de huir en desbandada.

Con esa victoria renació la confianza en el triunfo. Los timoratos y vacilantes, que los hubo, ahora veían que la unidad de militares y civiles constitucionalistas era posible e invencible. Y allí estaba el coronel Caamaño convertido en la confianza del pueblo. Allí había llegado a encabezar los combates cuando la derrota parecía inminente, y con su presencia había logrado imprimirle a la lucha el entusiasmo requerido en ese momento crítico. A partir de ahora Caamaño no sólo era el comandante de las tropas constitucionalistas. Era también un símbolo patriótico, un alto símbolo, de la causa del pueblo.

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