Editorial

Ecuador merecía una severa sanción

La Organización de los Estados Americanos (OEA), luego de dos días de discusiones de su Consejo Permanente, emitió una resolución que condena, de manera enérgica e inequívoca, el insólito asalto perpetrado por el Gobierno de Ecuador a la Embajada de México acreditada en ese país.

Fue una decisión unánime, pues como era lógico, el voto ecuatoriano tenía que ser contrario a la resolución. De manera inexplicable, El Salvador se abstuvo, quizá porque apoye la agresión ecuatoriana a todos los cánones del derecho internacional, o por no ir contra quien—como el presidente de Ecuador—ha dicho que admira al mandatario salvadoreño, Nayib Bukele.

De todos modos, esas únicas golondrinas no pudieron hacer nada contra una determinación continental y casi mundial de repudio al asalto a una dependencia que las convenciones obligan a los Estados receptores a resguardarlas incluso más que sus propias instalaciones.

Ahora bien, se entiende que la condena ha enviado un claro mensaje a los gobernantes ecuatorianos de que no pueden ir contra las normas internacionales y quedar ilesos.

Pero una simple resolución, por muy contundente que haya sido, carece del efecto disuasivo contra eventualidades futuras, ya que otros gobernantes, quizá torpes, quizá engreídos, pudieran sentirse tentados a pasarse el derecho internacional por zonas pudendas, conscientes de que a lo sumo recibirán una condena moral.

Sobre todo, tomando en cuenta que el gobierno ecuatoriano se empecina en defender esa locura con argumentos tan irresponsables como que México “abusó del derecho de asilo”. Una vagabundería sin límites de los gobernantes del país sudamericano.

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En situaciones como estas, para que no se repitan jamás, lo correcto hubiese sido la suspensión de Ecuador como miembro de la OEA, con las consecuencias que ello conlleva.

¿Qué efecto concreto tiene para los gobernantes ecuatorianos la resolución de la OEA de condena? Nos parece que prácticamente ninguno, más allá de un cuestionable plano moral.

El mundo ha atravesado momentos cruciales justamente porque unos individuos carentes de límites y dotados del poder que les confiere ser jefes de Estados, han rebasado los espacios establecidos y provocado catástrofes inmensas.

¿Qué hubiese sucedido si, en vez de estar a casi 4,000 kilómetros de distancia, Ecuador y México fuesen fronterizos o estuviesen situados a unos pocos cientos de millas?

Es muy probable que la reacción de México fuera mucho más allá que acudir a organismos como la OEA, o talvez las Naciones Unidas, que dedican mucho tiempo a una improductiva cháchara, pues el asalto a su delegación diplomática y el ultraje moral y físico de su personal, se considera un “casus belli”, objeto de una respuesta militar.

El continente americano es una zona de paz, no porque se carezcan de motivos para lo contrario, sino porque los gobernantes de las naciones que lo integran han entendido—y actuado en consecuencia—que en los conflictos todos pierden.

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