
Colaboración/elCorreo.do
PERSPECTIVA: El 27 de marzo del 2017, mi querida amiga, la talentosa profesora Audry Robles, me invitó a un conversatorio con sus alumnos, del programa de adultos Prepara, sobre «La pasión de escribir». Con gusto asistí, y aquel fue un conversatorio ameno, maravilloso, donde los estudiantes expusieron, cuestionaron y preguntaron, y donde yo, respondiendo preguntas, me explayé con libertad. En resumen, entre exposición y respuestas, dije más o menos esto, que he tratado de reconstruir para la columna de hoy.
Escribir es un acto de amor y de egoísmo. De amor porque a la hora de escribir, uno se sacrifica mucho para dejar un buen legado. De egoísmo, porque quien asume el arte de escribir como oficio se aparta mucho de la gente, incluso de la gente muy querida. La pasión de escribir lo aisla. Es decir, para complacer esa irresistible vocación muchas veces descuida otros deberes, con la familia, con los amigos, con el trabajo.
Escribir es una pasión a través de la cual el escritor intenta desahogarse. Cada quien tiene una manera de desahogarse y dejarse escuchar. La del escritor es escribiendo. El escritor de oficio, el que lleva ese oficio en su interior, no puede dejar de escribir, aunque quiera. Puede estar en cualquier lugar, en cualquier circunstancia y en cualquier país y encuentra la manera de escribir. Lo digo por experiencia propia: no importa el país en que me encuentre termino escribiendo. No hacerlo es como traicionarse.
Muchas veces se escribe para denunciar la realidad, otras veces para encubrirla o evadirla. El escritor no es un extraterrestre. Es de carne y hueso. Tiene sus sueños, obsesiones, manías, miedos, fracasos y visiones. Un escritor es un creador, que siempre cae vencido por los impulsos de la imaginación y de la realidad. Escribir es un oficio que se convierte en una tensión, y en una tensión prolongada que muchas veces derrota la misma inteligencia del escritor. Es cuando se escribe, no sólo por el placer de hacerlo, sino porque no puede dejar de hacerlo o para vivir una vida de fantasía diferente a la real.
El escritor es un amante de la palabra. Ese amor lo mantiene encadenado al vicio de escribir. De un tiempo hacia acá me he preguntado ¿Para qué uno escribe? ¿Vale la pena tanto sacrificio por escribir? Pero no se trata de eso. Se trata de que el vicio está muy extendido y no hay manera de combatirlo. Tomó cuerpo y ha vencido. No hay nada que hacer, valga o no la pena. Nadie puede con su pasión, especialmente si esa pasión es la de escribir.
Escribir es un acto supremo que no es fácil. No les voy a decir que es fácil ser escritor. No lo es. Escribir requiere mucho sacrificio, dedicación, estudio, lectura y dominio del lenguaje. Aun así, escribir es una aventura placentera, pero otras veces no lo es tanto.
En mi caso, escribo porque es parte de mi vocación. En esa actividad me siento a gozo y realizado. Ah, porque quiero que sepan, y de eso no sé qué dirán los otros escritores, pero para mí, el escribir se convierte en una adicción, en un vicio desenfrenado e irresistible. Así como hay personas que tienen el vicio de ir a una gallera o a un casino, a apostar su dinero, y perderlo todo en una noche, así mismo el escritor posee el vicio de dejarlo todo con tal de escribir.
Escribir es mi pasión y vocación. Tuve la dicha de descubrir esa vocación a muy temprana edad. Descubrir la vocación, o sea, para lo que uno tiene aptitudes, no es una cosa fácil, y por lo general, el ser humano tarda mucho en descubrirla. El que logra descubrirla a temprana edad es un privilegiado, porque estaría encaminando su vida por el carril correcto desde joven. Y eso es una ventaja, porque a esa edad todo se aprende más fácil.
La lectura me llevó a la escritura. Tenía más o menos 10 años y mi mamá me compraba obras. A esa edad ya había leído resumidos libros de la literatura clásica mundial. Y cada vez que terminaba una obra sentía el deseo de leer otra. Eso fue en el Líbano, donde además del idioma árabe, en el colegio estudiábamos el francés. Y leíamos obras en francés. Fue en francés que tuve la oportunidad de leer Los Miserables, del gran Víctor Hugo, y de verdad quedé maravillado. Siempre he creído que fue la lectura de esa obra lo que me llevó a enamorarme de la literatura y de la lectura en sentido general.
Luego, en 1976, vine a la República Dominicana a la edad de 14 años, y aquí en Hato Mayor, en ese tiempo no había librerías, y conocía pocas personas que podían prestarme libros. Fue entonces cuando descubrí una pequeña librería ubicada en la calle Duarte esquina Genaro Díaz, cuya dueña se llamaba doña Tatá. Ahí iba con frecuencia, ¿Y saben qué compraba? No compraba libros, no compraba novelas, porque en verdad no había, compraba novelas de vaqueros, de esas chiquitas, que recuerdo me costaban 30 centavos cada una. Todos los días, por un buen tiempo, compraba una y a veces dos y las leía. Yo les agradezco mucho a doña Tatá y a esas novelitas, porque fueron ellas las que fortalecieron en mí el hábito de la lectura. En la lectura de esas novelas mi imaginación crecía y me veía como parte de aquel mundo del viejo oeste. Pero además tenía que apartarme de mi entorno. Porque la actividad de leer y de escribir es una actividad completamente solitaria. Más solitaria de lo que pudieran imaginarse. Uno no puede mandar a nadie a leer ni a escribir por uno. La lectura y la escritura son dos actividades relacionadas y estrechamente ligadas. Ningún escritor puede ser un buen escritor si no es un buen lector.