
Colaboración/elCorreo.do
PERSPECTIVA: Rafael Leonidas Trujillo, el tercer hijo de José Trujillo Valdez y de Altagracia Julia Molina, que se convirtió a partir del 16 de agosto de 1930, con 39 años, en dictador de la República Dominicana, no fue una casualidad. Chapita, no fue una chepa histórica. No fue producto del azar.
!Ay no¡ Su subida al poder fue labrada con esmero, dedicación e inteligencia. Su ascenso al solio presidencial fue una obra tallada con paciencia, como talla el buen artista el madero. No fue, como algunos repiten, puesto ahí por los gringos ni por la oligarquía. Es más, si a ver vamos, no lo querían los gringos ni lo querían los ricos. Para los oligarcas, aunque Trujillo era ya un hombre de muchos billetes y jefe del ejército, no lo veían como un hombre de la alta sociedad, como un hombre de la llamada gente de primera, como ellos. Lo veían como un hombre de segunda, o tal vez de tercera. Claro, su pasado, ligado junto a sus hermanos a robos de ganados, no lo ayudaba. Tampoco lo ayudaba el lío en Los Llanos cuando siendo oficial fue acusado de violar a una mujer en la propia iglesia, ni los robos que hizo desde la jefatura del ejército.
El, eso sí, inició su carrera militar en el ejército creado por la ocupación norteamericana y la desarrolló al amparo del presidente Horacio Vásquez. Pero no se puede afirmar como que los gringos lo agarraron siendo un patán militar y lo hicieron presidente. En 1924, cuando los gringos salieron y la bandera nacional volvió a ondear por los cielos de Quisqueya, quien se quedó al frente de la nación fue Horacio Vásquez Lajara, no Trujillo. Claro, fue a través de unas elecciones en las que el carismático mocano duplicó en votos al capitaleño Jacinto B. Peynado. La de Horacio fue una victoria legítima, a resultas de un liderazgo forjado entre el heroísmo, el carisma y el poder.
El sancristobalense era un oficial que tenía claro lo que quería. Desde que ingresó en 1918 al ejército como segundo teniente se propuso ascender en el escalafón militar y llegar a la cima. Y cuando Horacio Vásquez ocupó la presidencia, él que había sido horacista desde siempre, vio su oportunidad, y se propuso conquistar, y conquistó, el corazón del viejo caudillo. Esa conquista no fue al azar. Fue una acción deliberada, bien pensada y bien ejecutada. Y se propuso también conquistar, y conquistó, a la esposa del viejo presidente, doña Trina de Moya. La respetable dama fue colmada de regalos, halagos y atenciones del brigadier. Con esas conquistas fue ascendiendo hasta llegar a ser en poco tiempo jefe del ejército. Lo que llegó a ser fue conseguido en base a su astucia, paciencia, simulación, inteligencia y temeridad. Al final
engañó a Horacio y a doña Trina, engañó a Rafael Estrella Ureña y a Desiderio Arias, y engañó hasta a los gringos. Engañó casí a todo el mundo. Y ellos, ingenuos y confianzudos, se dejaron engañar.
El país tenía una historia de caos, diatribas, entreguismo, inestabilidad y robos. El país había sido debatido entre guerras contra Haití, cuando la independencia, y contra España, cuando la Restauración. El país había transitado en medio de las guerras civiles, como la llamada guerra de los seis años, golpes de Estados y levantamientos montoneros. Fue la época de los caudillos regionales, que en realidad no eran más que los capos del siglo XIX, hambrientos siempre de dinero, fama y poder. Ese siglo terminó con el ajusticiamiento de Ulises Heureaux, Lilís, que empezó su carrera como un héroe de la Restauración, que llegó a la presidencia por el apoyo decisivo del prócer Gregorio Luperon, pero terminó convertido en un implacable dictador, con un instinto criminal superado solo por Trujillo.
La ocupación sentó las bases materiales para terminar con la época de los caudillos e iniciar la de la dictadura. El hombre para encabezar ese proceso no era Horacio Vásquez. Era Rafael Leónidas Trujillo. Horacio no podía domar la sociedad política de entonces, tan inclinada al desorden y a las conspiraciones. Trujillo tenía talento natural para mandar a los hombres, vocación para gobernar, ambición de poder, y una capacidad ilimitada de trabajo. Era un trabajador organizado y también un malicioso y terrible criminal. José Rafael Lantigua, exquisito escritor, dueño de una prosa elegante, que envuelve al lector de principio a fin, en un brillante trabajo escribe: «Trujillo traía consigo, para el ejercicio del poder, cualidades, habilidades, destrezas y malicias. Todo junto.Todo revuelto. Nadie puede ascender al poder absoluto y mantenerse en él por tres decenios, si no posee cualidades propias que no fueron forjadas ni por la formación recibida de los marines, ni mucho menos por el azar».
Los detalles, por pequeños que sean, definen lo que son las personas. Creo, como Emil Ludwing, que un pequeño detalle habla más de una persona que muchos discursos. Hay una anécdota narrada por el doctor Mario Read Vittini en su libro, Trujillo de cerca, que a mi juicio habla por si sola de lo que era Trujillo. Ocurrió el 16 de agosto de 1930, el día de su ascenso al poder. Ese día, como es normal, el hombre cumplió con todos los ritos del poder. Fue al Senado, se puso la ñoña, pronunció su discurso, fue a la iglesia, saludó y habló con millares, y en la noche fue celebrada en el Hotel Fausto, el más lujoso de entonces, una grandiosa fiesta en su honor. Bailó, bebió y cherchó toda la noche. La fiesta terminó bien entrada la madrugada del 17. Cuando todos pensaron que el nuevo presidente iba a ir a su casa a dormir, el hombre, en caballo, enfiló para San Cristóbal. Sí, para su natal San Cristóbal. En el camino, al llegar a la sección de El Hatillo, entre claro y oscuro, alcanza a ver a un hombre. Se detiene. Era, narra Read Vittini, «un campesino centenario llamado Saón, viejo guerrillero, que ese día en la madrugada desyerbaba en su conuco a la orilla del Camino Real, por donde venía Trujillo y su Estado Mayor. Al ver a Saón, Trujillo detuvo su caballo y lo llamó y al acercarse éste, le dijo:
- Saón, tu sabes que ya yo soy el Presidente?
- Sí señor Brigadier, contestó Saón, yo sé que usted se juramentó ayer.
- Pues ven. Dame un abrazo.
- Perdóname, Brigadier, pero estoy muy sudado.
- No importa. Tu sudor es de trabajo y ese es un sudor que honra. Ven, dame un abrazo. Y lo abrazó».
Se despidió de Saón y siguió su camino. Llegó a la casa de los abuelos de Read Vittini. Debía ser ya las seis de la mañana. Solo allí, sigue diciendo Read Vittini, «se despojó de la chaqueta del frac militar que había vestido en las ceremonias de la juramentación». Y descansó en camisa manga corta. Ese era el hombre que iba a gobernar este país 31 años, largos y oprobiosos, capaz el primer día de su gobierno, tras una jornada completa de ajetreos y festejos, de salir a caballo a las cuatro de la madrugada a recorrer más de 20 kilómetros, en vez de ir a su residencia a dormir plácidamente, como haría cualquier presidente de ahora, y de antes. Claro, si no se llama Rafael Leónidas Trujillo Molina.