
Colaboracion/elCorreo.do
PERSPECTIVA: Hago un alto para escribir un artículo que tal vez ningún juez o fiscal leerá. Pero, me tomaré la satisfacción personal de escribirlo.
Asistimos a una sociedad de silencios y omisiones cómplices, a una diminuta realidad indolente en la que no alcanzamos a oír el grito del dolor ajeno.
Sólo así se puede explicar el olvido colectivo que han sufrido las víctimas en el sistema de justicia penal dominicano.
Deslumbrante y portentosa, nuestra Constitución proclama en su artículo 177 que, “el Estado será responsable de organizar programas y servicios de asistencia legal gratuita a favor de las personas que carezcan de los recursos económicos para obtener una representación judicial de sus intereses, particularmente para la protección de los derechos de las víctimas…”
Sin embargo, ¿a quién le importan las madres taciturnas y enmudecidas por el dolor de ver a sus hijos asesinados por pandilleros o por policías? ¿Quién subsana las heridas sicológicas de las víctimas que resultan atracados y vejados en las calles inhóspitas de nuestras ciudades? Los hospitales están repletos de “muertos en vida” que jamás volverán a caminar, parapléjicos que empobrecerán aún más a sus paupérrimas familias.
Como escribiera don Héctor Incháustegui Cabral en su “Canto triste a la patria bien amada”, “…y en la amplia bandeja del recuerdo, dos o tres casi ciudades, luego, un paisaje movedizo, visto desde un auto veloz, empalizadas bajas y altos matorrales, las casas agobiadas por el peso de los años y la miseria…”
A quién le importa la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la doctrina del caso Ruano Torres contra El Salvador, en la que se afirma que es un deber de los Estados garantizar una defensa penal digna a las víctimas, que sean tratadas como personas, como sujetos, y no como objetos.
A alguien se le ocurrirá convocar una “Cumbre de la Justicia” para debatir la situación de las víctimas. Sólo que será una “cumbre” de un Poder Judicial que está en el suelo.
Mientras las víctimas sigan clamando justicia y enflaqueciéndose en los corrillos húmedos de los tribunales, no habrá paz.
Para los jueces, sombríos e impertérritos, el problema son las medidas de coerción y los fiscales. Y para los fiscales, embutidos en sus togas negras, el mal está en los jueces.
Esta es una tragedia institucional, o mejor dicho, “este es un país que no merece el nombre de país, sino de tumba, féretro, hueco o sepultura”.
Como escribiera don Héctor, “….mientras el hombre tenga que arrastrar enfermedades y hambre, y sus hijos se esparzan por el mundo como insectos dañinos (…) no deberá haber sosiego, ni de deberá haber paz…”
Somos un medio independiente que asume un compromiso con la libertad de expresión, la transparencia y el acceso a la información de los ciudadanos.