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Trujillo: «Lo único que me llama es la tumba»

Por Farid Kury

Colaboración/elCorreo.do

PERSPECTIVA: Para mayo de 1961, el dictador Rafael Leónidas Trujillo sabía que los Estados Unidos deseaban sacarlo del poder y conspiraban en su contra. Y sabía también los nombres de algunos de los que en el país complotaban para matarlo.

De protegido de Estados Unidos por décadas, había pasado, a partir del triunfo en Cuba de Fidel Castro en enero de 1959, a ser un estorbo en el contexto de la política regional gringa.

Y lo sería aun más después del intento fallido de asesinar el 24 de junio de 1960 al presidente venezolano Rómulo Betancourt en Caracas. Ese hecho generó una repulsa tan fuerte en toda América Latina que llevó a la OEA, y a los propios Estados Unidos, a romper los vínculos diplomáticos y comerciales con el gobierno dominicano. Pocas cosas le hicieron tanto daño a Trujillo como ese acontecimiento.

Hay evidencias de que la Administración de Dwight Eisenhower diseñó planes no solo para derrocar a Trujillo, sino incluso para matarlo. Esos planes los heredó John F. Kennedy, quien se juramentó como presidente de Estados Unidos el 20 de enero de 1961, y les dio continuidad. Pero Kennedy, tras el estrepitoso fracaso en abril de 1961 en la Bahía de Cochinos, los abandonó. A partir de ese momento, el esfuerzo estuvo dirigido a convencer a Trujillo a retirarse voluntariamente. Es decir, en vez de derrocarlo o asesinarlo se intentaría convencerlo de un retiro pacífico, pactado, organizado y apoyado por su gobierno.

Ya antes, la Administración Eisenhower, debatiéndose en la ambivalencia, había hecho, al menos dos esfuerzos, por convencer a Trujillo de retirarse. El 9 febrero de 1960, George Smathers, senador por el estado de Florida, íntimo amigo de Trujillo, se reunió con él en el Palacio Nacional, y sin ambajes le planteó la importancia de su retiro pacífico. Esgrimó diferentes argumentos, todos los cuales no hicieron más que incomodar al Jefe y aumentar su resentimiento contra Eisenhower. La segunda vez fue a finales de noviembre de ese mismo año, luego del asesinato de las hermanas Mirabal. Enviado por el presidente Eisenhower, William Pawley, un millonario agente de la CIA, se reunió con Trujillo y le salió con la misma cantaleta. En esta ocasión el Jefe fue contundente. Demostrando su incomodidad, le respondió: «Ustedes podrán venir con la infantería, y podrán venir con el ejército y podrán venir con la marina, o hasta con la bomba atómica, pero yo nunca saldré de aquí a no ser que sea en una camilla».

El Jefe estaba negado, completamente negado, a tratos razonables para abandonar el poder. Esas «pendejadas» no iban con su carácter ni con su personalidad. Al poder había llegado para mantenerse y morir en él. Las prioridades gringas no eran suyas. Las suyas eran, invariablemente, mantenerse en el poder.

Así quedaría claramente establecido en febrero, cuando compareció a una gran manifestación de más de 50 mil personas, en la que el presidente Joaquín Balaguer, único orador, proclamó que «los enemigos de Trujillo no lo verían prófugo como Batista, ni sentado en el banquillo de los acusados como Rojas Pinilla o exiliado como Pérez Jiménez». Con voz y palabras dramáticas, para que sean escuchadas en La Casa Blanca, remachó: «A Trujillo lo verán muerto, pero con la fuerza del rayo ígneo que baja de las alturas». El desafío estaba lanzado y aceptado por el Jefe.

Pero los gringos, imperio al fin, no cedían en sus objetivos. Querían ya sacarlo, a la buena o a la mala, aunque Kennedy, temeroso de que una muerte violenta del Jefe pudiera crear un vacío de poder y una situación de inestabilidad imprevista que pudiera provocar la llegada al poder de elementos no afines al gobierno norteamericano, se empeñaba en producir una retirada pacífica del dictador.

El último intento de sacarlo a la buena se haría a principios de mayo. Y de él dejó constancia Virgilio Álvarez Pina, el famoso Don Cucho, quien acompañó a Trujillo a una reunión que se efectuó en una suite del hotel El Embajador con un enviado especial del presidente Kennedy. Relata don Cucho, que él y Jorge Moreno, su edecán militar, no entraron a la sala donde se efectuaba la reunión, pero se quedaron en un salón dividido por un cristal desde donde veían los gestos de Trujillo, que evidenciaban su incomodidad.

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Narra don Cucho: «De pronto, el Jefe se levantó de su asiento bruscamente y sin despedirse se dirigió a la puerta de cristal. Jorge Moreno se apresuró para abrírsela. Trujillo nos ordenó: vamonos de inmediato. Bajamos y abordamos el automóvil rumbo a Palacio. En el trayecto, Trujillo comentaba en susurros «estos gringos se creen que soy un pendejo». Ya en su despacho, Trujillo siguió diciéndole: «Estos cabrones mandan a un carajo a decirme que debo renunciar y vivir en el exterior gozando mi fortuna. Me proponen todas las garantías necesarias si accedo a sus deseos. ¿Qué te parece? Que es un atrevimiento, respondí. A seguidas pregunté: «Y cuál fue su respuesta, Jefe? Le dije que yo moriría con las botas puestas, pero que jamás, me iría del país como un cobarde».

Más adelante don Cucho dice que dejó el despacho convencido de que los días de Trujillo estaban contados. Dice: «El imperio más grande del mundo le había retirado su confianza. Era un proscrito sentenciado a muerte».

Algunos creen que el propio Trujillo también estaba convencido de eso. Euclídes Gutiérrez Félix dice: «Es una realidad evidente que para ese momento que relata Virgilio Alvarez Pina en sus memorias, Trujillo estaba convencido que sus días finales estaban contados».

En enero de 1961, su yerno Luis José León Estévez, le dijo a Trujillo que debía ser el próximo presidente, y éste le contestó: «Lo único que me llama es la tumba». En ese período, Ramfis le pidió que le permitiera ponerle una escolta para sus viajes nocturnos a Fundación. Su respuesta fue: «Cuando no pueda ir solo a Fundación, prefiero la muerte». En otra ocasión, a bordo del yate Angelita en las costas de Barahona, le manifestó a sus amigos Paíno Pichardo y Cucho Álvarez: «Voy a dejarles pronto. Y a una de sus amantes le dijo: «Tal vez sea el de ésta noche nuestro último encuentro».

No sé si Trujillo entendía, como dice Euclídes Gutiérrez, que sus días estaban contados, o como dicen otros, que él iba buscando la muerte. Lo que sí el Jefe sabía, con claridad, era que el imperio del norte, quería sacarlo del poder, y también sabía los nombres de algunos cabecillas que en el país conspiraban para matarlo, y no se cuidó. Johnny Abbes le había suministrado una lista con sus nombres. Pero él lo que hizo fue tirarla en el escritorio y decirle a Abbes que si vuelve a hablarle de eso lo mandaría a fusilar. ¿Por qué Trujillo, que era muy chivo, no atendió las advertencias de Johnny? ¿Será que la interpretó como intrigas y chismes de Johnny para dañar a algunos amigos como los hermanos Juan Tomás y Modesto Díaz? ¿Por qué no tomó medidas sabiendo que los gringos conspiraban en su contra, y conociendo bien que ese imperio no juega cuando quiere salir de alguien? ¿Por qué no permitió que Ramfis le pusiera escoltas en sus viajes para Fundación y siguió andando, sobre todo de noche, solo con su chófer? ¿Era que la muerte andaba buscándolo o él andaba buscando la muerte?

Bueno, esas interrogantes son de esas cosas misteriosas que nunca sabremos descifrar a ciencia cierta. La verdadera razón de ese comportamiento, que le costó finalmente la vida la noche del 30 de mayo de 1961, cuando algunos de los que figuraban en la lista suministrada por Johnny Abbes, lo reventaron a tiros, se la llevó con él a la tumba.

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