Fuente/La Vanguardia
Apenas unos meses después de ingresar en la academia, su ambición y falta de escrúpulos empezaron a fructificar: fue ascendido a segundo teniente en un concurso en el que concurrieron dieciséis aspirantes y quedó el penúltimo. De manera nunca explicada, poco después recibió las estrellas de capitán.
“Voy a entrar en el Ejército y no me detendré hasta ser su jefe”, cuentan que había dicho, y la verdad es que lo cumplió. Fue destinado como comandante a diferentes comisarías provinciales, y tuvo tiempo suficiente para comenzar su actividad como conspirador.Fue entonces cuando irrumpió en la política como vía para encumbrarse. Cuando finalizó la ocupación y los militares estadounidenses –para quienes había sido un oficial sumiso– abandonaron el país, el nuevo presidente, Horacio Vázquez, le nombró jefe del Estado Mayor de la Guardia Nacional. Empezaba a controlar los más altos estamentos del poder, y participó activamente en el derrocamiento de su protector.
Los haitianos, herederos de la colonización gala y convertidos en un enclave de lengua francesa en medio de un continente de lengua castellana, tuvieron que claudicar ante las exigencias del régimen trujillista, para ellos una auténtica potencia militar y un sueño económico.Trujillo, en un gesto de humildad sin precedentes, emprendió una visita oficial a Puerto Príncipe, la capital haitiana. Tras seis días de negociaciones, él y su colega Sténio Joseph Vincent llegaron a un acuerdo, que se firmó en Santo Domingo –convertida ya en Ciudad Trujillo– durante la devolución de la visita de cortesía que el 27 de febrero de 1935 hizo el presidente de Haití.
Lo anunció en octubre en el transcurso de un baile de sociedad en su honor. Y hacerlo con machetes y cuchillos, lo cual suponía ahorro de munición. Corría el año 1937. Los militares desplegados en las regiones fronterizas se pusieron manos a la obra de inmediato. Los asesinatos en la impunidad se multiplicaban.
Algunas veces surgían confusiones y eran ejecutados en plena calle dominicanos. Fue una dramática matanza étnica.Los estrategas del genocidio se proveyeron de una fórmula sencilla para saber quién era haitiano. A los sospechosos se les obligaba a pronunciar en voz alta la palabra perejil, difícil de decir con corrección para hablantes de lengua francesa, y aún más para haitianos analfabetos, cuya única lengua era el creole.
Su voluntad de perpetuarse en el poder la consiguió sin violar el orden constitucional, alternando las legislaturas en que no podía presentarse a la reelección con las de candidatos que respetaban dócilmente su condición de Generalísimo de las Fuerzas Armadas, desde la que impartía órdenes, instrucciones y vetos.
En las elecciones de 1942, recuperó la presidencia como candidato único y permaneció en el cargo hasta 1952, cuando fue sustituido por su hermano Héctor, al que también ascendió a Generalísimo. Este ejerció la presidencia con los mismos métodos que su hermano, del que apenas era ejecutor de sus designios, durante ocho años. En esa etapa, Trujillo asumió personalmente la cartera de Relaciones Exteriores.
Club de dictadores
Durante la Segunda Guerra Mundial, sus ideas y simpatías se identificaban con la Alemania nazi, pero, por la sumisión a los dictados de Washington, le mantuvieron al lado de los aliados. Cuidaba la relación con los dictadores contemporáneos, como el cubano Batista. En estos años desplegó una intensa actividad diplomática, con iniciativas tan chocantes como la Conferencia del Mundo Libre o la Feria de la Paz, celebradas en Ciudad Trujillo en un gran despilfarro que de paso le llenó los bolsillos hasta erigirlo en uno de los políticos más corruptos del siglo XX.
Con Franco enseguida estableció relaciones de confraternidad. Le admiraba, compartía sus principios e imitaba la parafernalia del régimen español. Algunos, sin embargo, opinan que le envidiaba porque tenía más poder al frente de un estado más grande. Y, paradójicamente, en los anales del exilio republicano tras la Guerra Civil, fue el primer presidente latinoamericano que acogió a grupos de refugiados. Como miembro fundador de Naciones Unidas, facilitó que un diplomático español –concretamente, Ángel Sanz Briz, conocido como el Ángel de Budapest– asistiese como observador en San Francisco en calidad de agregado de la delegación dominicana.
Su ilusión era que Franco, en agradecimiento, le nombrase marqués, pero este solo le concedió la Cruz de Carlos III. Visitó España, donde fue recibido con todos los honores en 1954. Los dos dictadores recorrieron el paseo madrileño de la Castellana en coche descubierto, aplaudidos por una multitud. Luego visitaron el Alcázar de Toledo y el Valle de los Caídos (entonces no imaginaban que acabarían como vecinos de tumba en el cementerio de Mingorrubio). Durante la visita le fue impuesto el Collar de Isabel la Católica, una condecoración más entre tantas como acumulaba en la pechera de su uniforme.
Varios presidentes democráticos que coincidieron con su dictadura, como Juan José Arévalo, de Guatemala, José Figueres, de Costa Rica, Ramón Grau San Martín, de Cuba, y Elie Lescot, de Haití, reaccionaron con críticas hacia la represión en la República Dominicana. El más activo en este sentido fue el venezolano Rómulo Betancourt, que denunció sus crímenes en la Organización de Estados Americanos (OEA). Era quizá el político más prestigioso del continente, y Trujillo le estigmatizó como su principal enemigo.
Máster en represión
A lo largo de su agitada vida política, Betancourt sufrió varios atentados. Uno, ocurrido el 24 de junio de 1960, fue atribuido al SIM, la policía secreta con la que Trujillo sembraba el miedo entre los ciudadanos y ejercía la represión contra los que osaban criticar al régimen. Se calcula que en los treinta años que se prolongó la dictadura trujillista fueron asesinadas 50.000 personas, y muchas más torturadas, secuestradas, violadas, encarceladas o exiliadas. Todo en un país que apenas superaba los siete millones de habitantes.
La lista de víctimas de la represión incluye políticos, intelectuales, periodistas y líderes sindicales, pero también muchas personas anónimas. Algunos casos serían especialmente sonados, aunque la mayor parte fueron silenciados por la prensa.
Entre los asesinatos que despertaron mayor alboroto internacional, además del intento frustrado de matar a Betancourt, están los de las tres hermanas Mirabal y el del político español Jesús Galíndez, secuestrado en Nueva York y trasladado clandestinamente a Ciudad Trujillo para ser ejecutado.
El dictador avergonzaba con su vanidad, atemorizaba con su crueldad y escandalizaba con sus esperpentos
Tantos escándalos, algunos con la implicación de agentes de la CIA, fueron minando la relación de Trujillo con Estados Unidos. Había sido un socio muy útil, pero empezaba a resultar incómodo. Tras la entrada de Fidel Castro triunfante en La Habana en 1959, empezaron a sospechar que la dictadura dominicana, por sus abusos, podía generar una revolución similar.
Poco después de tomar posesión, el presidente Kennedy envió a un diplomático de prestigio a convencer a Trujillo de que se retirara, pero él hizo caso omiso.
Emboscado
Ni su brillante capacidad oratoria, que a lo largo de tantos años había sido su principal arma ante las masas, ni la estabilidad económica y la implantación del orden público le servían ya ante una ola creciente de rechazo. Eran muchos los dominicanos que se rebelaban contra aquella situación. El dictador avergonzaba con su vanidad, atemorizaba con su crueldad, escandalizaba con sus esperpentos –como cuando nombró a su hijo Ramfis coronel a los siete años, y general y jefe de las Fuerzas Armadas a los diez– y soliviantaba con la corrupción desenfrenada que enriquecía a su numerosa familia.
Todo concluyó en la noche del 30 de mayo de 1961 en el kilómetro 9 de la carretera de San Cristóbal. Cuando se dirigía a visitar a su amante, fue víctima de una emboscada tendida por un grupo de once hombres dotados de armas proporcionadas por la CIA. Recibió sesenta balazos. Intentó escapar revólver en mano, pero fue rematado en tierra por el líder del grupo, Antonio Imbert Barrera, futuro presidente de la República. Los autores del atentado consiguieron escapar, y el poder provisional fue asumido por el vicepresidente –y luego presidente en varias legislaturas– Joaquín Balaguer.
Miles de personas desfilaron ante el cadáver del dictador. Tras los funerales de Estado, celebrados con toda la pompa en la catedral, sus restos fueron sepultados en la cripta de la iglesia de San Rafael, que había mandado construir para él y su familia. El país entró en una etapa de enorme confusión.
Los colaboradores más fieles, encabezados por su hijo Ramfis, intentaron sin éxito controlar el poder. El 19 de noviembre, cinco meses y nueve días después del magnicidio, la Fuerza Aérea, mandada por el teniente coronel Manuel Durán Guzmán, se rebeló en Puerto Plata, bombardeó algunos cuarteles y el Ejército se rindió.
Aquella misma noche, Ramfis, su madre, hermanos y demás familiares embarcaron en el yate Angelita con los restos de Trujillo y 95 millones de dólares en lingotes de oro a bordo.
Desde la isla vecina de Guadalupe continuaron viaje a París en avión. El cadáver del dictador fue enterrado en el cementerio francés de Père Lachaise, donde permaneció hasta 1970, en que fue trasladado al mausoleo familiar preparado en Mingorrubio, en las afueras de Madrid. Su país se ha negado hasta hoy a acoger sus restos.
Somos un medio independiente que asume un compromiso con la libertad de expresión, la transparencia y el acceso a la información de los ciudadanos.