
Colaboración/elCorreo.do
Desde que surgieron los Estados modernos se ha tenido el concepto de que este quedaba definido como el conjunto de instituciones que poseen la autoridad y potestad para establecer las normas que regulan una sociedad, teniendo soberanía interna y externa sobre un territorio determinado. En adición, la concepción contemporánea de Estado también le reconoce tres funciones básicas: la legislativa, la ejecutiva o administrativa y la jurisdiccional.
Pero resulta que en los Estados modernos existen tres poderes diferenciados entre sí: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Estos tienen correspondencia con la tri-división de poderes, es decir, cada una de las ramas del poder público está instituida para llevar a cabo por regla general una de esas funciones.
En tal contexto existe una marcada diferencia entre Estado y Gobierno, aunque de manera errónea se citan como sinónimos. Pues como se sabe, el Gobierno es una parte del Estado, y es el organismo que se encarga de administrar sus poderes, al tiempo que el Gobierno es temporal y puede cambiar de estilo y personas, mientras que el Estado permanece en el tiempo.
Como administrador del Estado, el Gobierno ha de respetar el texto constitucional que sustenta el funcionamiento del mismo y sus instituciones, lo que implica la pulcritud en el manejo de su patrimonio de una manera equitativa y transparente para asistir a la ciudadanía en sus necesidades fundamentales.
En la actualidad existe el consenso a escala global de que para modernizar el Estado es una necesidad permanente fortalecer los regímenes democráticos, estimulando el desarrollo económico y social de los pueblos.
A pesar de ese reconocimiento para impulsar la modernidad y fortalecimiento del Estado, en la región de América Latina existen múltiples debilidades estructurales que dificultan una modernización de este. Los principales obstáculos hacia un Estado moderno son la fragilidad institucional, ausencia de responsabilidad y transparencia públicas, así como como la presencia del nepotismo y distintos grados de corrupción.
En la República Dominicana esos elementos han hecho muestra de su presencia en diferentes momentos de su historia, pero durante el periodo 2012-2020 se registran actos tan bochornosos y vergonzantes que superan y desbordan cualquier caso anterior.
El primer escándalo como señal de corrupción fue cuando el país se enteró de que el Gobierno de Danilo Medina pagó la astronómica suma de RD$1,400 millones de pesos por concepto de asesoría estratégica y de publicidad al siniestro personaje brasileño Joao Santana, con dudosa reputación.
Lo repudiable de tales pagos es la intención que se escondía detrás de los mismos, que fue la de inflar la figura de Danilo para colocarlo en una popularidad ficticia de un 88% y de paso llamar la atención de la prestigiosa revista Forbes, al superar a casi todos los presidentes de América latina.
Fue esa la estrategia fundamental para debilitar las instituciones del Estado e impulsar la reforma constitucional del 2015, alimentada financieramente con la triangulación de empresas fantasmas que fungieron como competitivas para ser suplidoras del Gobierno.
El mecanismo de triangulación fue la obra perfecta para asaltar el patrimonio del Estado dominicano durante el Gobierno de Danilo, cuya segunda estrategia fue impulsar la construcción de la planta termoeléctrica de Punta Catalina, controversial obra por la poca transparencia que se evidenciaba en la misma, fruto de que el primer anuncio del costo de esta fue de US$1,945 millones de dólares.
Sin embargo, posteriormente la opinión pública lograba identificar que ese monto fue superado por el orden de US$2,300 millones, a lo que se agregaba el requerimiento de un pago de US$750 millones, por parte de la constructora Odebrecht.
La lista de actos de corrupción en el “danilato” es tan grande que es difícil exponerlo en este espacio, pero sí se puede resaltar que los RD$11,500 millones de pesos en asfalto, el asalto al Banco de Reservas, los sobornos en el Congreso Nacional, la adjudicación a empresas vinculadas a familiares y gentes de su entorno y las escandalosas compras a una misma empresa, son pruebas irrefutables que comprometen el Gobierno de Danilo con la corrupción administrativa.
Para dar paso a la estructura mafiosa que operaba desde el Gobierno, Danilo Medina apelaba a sepultar los principios éticos sobre los cuales el profesor Juan Bosch construyó al PLD.
La estructura mafiosa del “danilato” proliferó por todo el Gobierno para hacer negocios a todos los niveles, le cayeron encima al patrimonio público como un enjambre bajo el criterio de que se habían encontrado con un botín de guerra para repartírselo de manera inescrupulosa.
Por tales razones es que en el índice de percepción de la corrupción 2019, Transparencia Internacional certificó como un fracaso al Gobierno de Medina para combatir la corrupción, al darle una puntuación de 28 sobre 100, y ocupar el escalón 137 entre 180 países evaluados, y calificar al país entre las naciones de mayor corrupción en América Latina.
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