
Colaboración/elCorreo.do
Eran las cuatro de la tarde del 4 de julio de 1861 cuando el pelotón de fusilamiento se dispuso a ejecutar en la pared del camposanto de San Juan de la Maguana nada menos que a uno de los padres fundadores de la República. ¿Qué país en el mundo destierra o fusila a sus padres fundadores de la República? Si hay uno, ese es el nuestro. Es duro decirlo, pero en esta tierra quisqueyana, nuestros padres de la patria sufrieron la desconsideración y la vejación de sus compatriotas al ser declarados, en ocasiones, traidores a la patria y desterrados. Y ahora Francisco del Rosario Sánchez iba a ser fusilado, en su propia patria dominicana, y por órdenes de compatriotas suyos.
A la inmensa muchedumbre le costaba creer que finalmente sería ejecutada la decisión del tribunal militar que condenaba a la pena capital a Francisco del Rosario Sánchez. Pero la verdad verdadera, que duele en el corazón, era que ese día y a esa hora, el hombre del Baluarte del Conde, de manera irrevocable e inapelable, sería fusilado, junto a 21 compañeros mártires, sin la menor consideración por su categoría imborrable de prócer de la patria, que en ese momento se encontraba mancillada al ser anexada apenas meses antes a la Madre Patria.
En la tarde del día anterior, en una enramada de la plaza pública, y en presencia de un gran número de oficiales y soldados españoles y criollos, había sido enjuiciado por un tribunal militar, mejor dicho, por un simulacro de tribunal, al servicio del General Pedro Santana, que de general independentista pasaba a ser a la luz del día un despreciable traidor a la patria, al convertir, por diligencias suyas y bajo falsos argumentos, nuestra Quisqueya independiente en una provincia ultramarina de España.
Acusado de traidor a la patria, ni Pedro Santana ni ninguno de sus generales, repararon en su categoría de Padre de la Patria. En ese momento lo único que le importaba a Pedro Santana era enjuiciarlo y fusilarlo, como lo había hecho antes con la febrerista María Trinidad Sánchez, justo cuando se cumplía el primer aniversario de la independencia, que quedaba ensangrentado con aquel espectáculo sin precedente. Y como lo había hecho también con José Joaquín y Gabino Puello y Antonio Duvergé, éste último calificado con justicia como “El centinela de la frontera”.
Pero Sánchez no era de los hombres que rehuía a su responsabilidad histórica. El hombre del 27 de febrero era un soldado de la patria y sabía en los momentos estelares reunir coraje y enfrentarse a su destino con valor. Así lo había demostrado en 1843 cuando, en ausencia del fundador de La Trinitaria, su amigo Juan Pablo Duarte, asumió la jefatura y la organización del movimiento trinitario. Lo demostró también la noche gloriosa del 27 de febrero en el Baluarte de la Patria cuando dirigió el movimiento trinitario independentista que desembocó en la proclamación de nuestra anhelada independencia.
Lo demostró de nuevo, y con creces, cuando estando exiliado en Saint Thomas supo que la República había sido anexada a España. Entonces no lo pensó dos veces para lanzarse a una campaña contra la Anexión. Reunió un pequeño grupo de patriotas y salió hacia Haití a buscar la ayuda del presidente Fabré Geffrard, quien no veía con buenos ojos la presencia militar en la isla de una potencia esclavista como lo era entonces España. Y lo hizo estando enfermo de mucho cuidado, tan enfermo que tenía que sondearse varias veces al día, usando en vez de sondas, tallos finos de lechosa, y luchar con fuertes dolores.
Conseguida medianamente la ayuda, entró por la frontera Sur al frente de una columna a combatir la Anexión. En esa ocasión cruzó la frontera enarbolando el fusil por una mano y la bandera tricolor por la otra, y proclamando, ante las posibles calumnias que él era la bandera dominicana.
Razones que no es necesario detallar en este relato obligaron a Sánchez a decidir retirarse momentáneamente a Haití. Pero no pudo hacerlo porque en el camino una traición de los hermanos De Oleo, Fernando y Santiago, facilitó emboscarlo y herirlo. Encabezaba Sánchez la retirada, pero tan pronto la columna entró en la emboscada, sonaron los tiros. Sánchez es el primero en ser alcanzado con dos tiros y cae del caballo con dos heridas, una en una pierna y la otra en una ingle. La sangre se derrama en abundancia y se ata un pañuelo a las heridas para contener la hemorragia. La sorpresa y la cantidad de soldados que disparan a diestra y siniestra impiden organizar la defensa. La situación de Sánchez y de sus compañeros es muy delicada. Muchos huyen despavoridos para evitar ser apresados o muertos.
En ese momento, llega el general Timoteo Ogando, que estaba cerca y al oír los tiros supuso que el general Sánchez había sido emboscado y acude a auxiliarlo. Lo encuentra mal herido, pero disparando con su revolver. Se dio cuenta pronto del peligro que corría, y de inmediato quiso montarlo en su caballo para llevarlo monte adentro hasta cruzar la frontera.
Pero Sánchez rechazó el ofrecimiento. La historia consigna que ante ese ofrecimiento Sánchez respondió: “Mucho le agradezco, generoso amigo, su espontaneo ofrecimiento, pero aceptarlo, sería indigno de mí. Mientras haya en peligro uno sólo de los que me acompañaron en esta desgraciada empresa, no he de abandonarlo”.
Así se comportaba en aquel momento muy crítico el Padre de la Patria, con valentía, responsabilidad y sentido histórico y patriótico. Y así volvería a comportarse en el simulacro de juicio del 3 de junio cuando una y otra vez dijo que él era el único responsable de esa empresa, que lo fusilaran a él, pero que le perdonaran la vida a sus compañeros. Sus palabras, que dejaron atónitos a españoles, criollos y a los propios compañeros, retumban hoy, muchísimos años después, para evidenciar, la clase de patriota que fue.
Ahora, en la cárcel, y en su última noche, el prócer no durmió ni un minuto. Se la pasó meditando y recordando el ayer, y también hablando con su compañero de infortunio Benigno del Castillo. De repente los cantos de los gallos anunciaron la madrugada. Se acercaba la hora de encontrase con su destino. Minutos después, con los primeros rayos del sol, llegan el coronel Antonio Delfín Madrigal y el padre Barriento. Los recibe con calma asombrosa y con ellos conversa ampliamente. A Madrigal mandó llamarlo porque eran viejos amigos y quería confiarle algunas recomendaciones, a modo de testamento. De modo que a Madrigal le cupo el honor histórico de ser en aquel trágico día, el depositario de las últimas voluntades del prócer.
No puede escribir, porque su menguada fuerza, producto de las heridas, no se lo permiten, pero le dice al coronel su voluntad y éste escribe. A su esposa, Balbina de Peña, le anuncia su despedida y le pide que recuerde el compromiso que contrajeron de respetarse mutuamente su viudez no contrayendo otras nupcias. Y respecto a sus hijos le pide educarlos en la religión cristiana y los dedique al comercio y que al hacerse hombres se empeñen en apartarlos de la política. Lo mismo pide para sus hermanos: que no participen en política y que tengan resignación. Recomienda también que sus restos mortales queden al cuidado del general Eusebio Puello, el mismo jefe de las tropas santanistas de San Juan, y que sean colocados junto a los de Gabino Puello, hermano de Eusebio, y su amigo de infancia, a quien quiso tanto y quien fuera fusilado junto a su hermano José Joaquín por órdenes de bárbaro Pedro Santana.
En la cárcel todo es silencio contagioso. Todos esperan la hora de conducirlos a la muerte. Es cuestión de horas, sólo horas. Ya es mediodía y la quietud meridiana no es turbada, pese a que en cuatro horas todos los patriotas serían acribillados por las balas de la traición. Es a la una, y en medio de esa quietud, cuando el general Sánchez se dirige al oficial de la guardia de capilla, teniente Wenceslao Figuereo, y le pide una Biblia. Figuereo habla con el padre Barriento y le trae un ejemplar del libro sagrado. Abre la Biblia y se pone a rezar y a meditar. No busca los lamentos de Jeremías ni los de Job. Busca Los Salmos de David. No busca lamentos, sólo busca confortación para su espíritu.
Y en eso se pasa dos horas, hasta las tres de la tarde. A esa hora llega de nuevo a su celda el padre Barriento. Es hora de confesarse y comulgar. Al verlo, Sánchez quiso pararse, pero el cura lo detuvo, porque era evidente que no podía hacerlo. Hechos esos ritos religiosos que manda la fe cristiana, entre el padre y Sánchez hubo un pequeño diálogo. ¿Qué dijo Sánchez en aquellos minutos finales de su vida? No se sabe. El diálogo se perdió ante el silencio del padre. No obstante, la tradición oral recoge una frase dicha por Sánchez al padre, que revela, por sí sola, su carácter, su sentimiento y su fe patriótica: “Decid a los dominicanos, que muero con la Patria y por la Patria…y a mi familia, que no recuerde mi muerte para vengarla”.
Minutos después se inicia la marcha hacia el cementerio donde los sentenciados serían ejecutados. A Sánchez, que encabeza el grupo, lo llevan en su sillón, porque no puede ni siquiera estar parado. Va rezando en latín y animando a los otros. Al llegar al lugar colocan el sillón al pie de un árbol, y en larga fila, detrás de él, uno a uno se colocan todos los sentenciados. Entonces el prócer en una mano aprieta contra su pecho la bandera dominicana. En ese momento, el Padre de la Patria, llamó a un jovencito llamado Avelino Orosco y le dijo: “Ven acá, mi hijo; ayúdame a echarme encima esta bandera abierta”.
Dicho eso y conseguido su propósito, se percató de la presencia del general Eusebio Puello, a quien de inmediato, y haciendo un gran esfuerzo, le gritó: “Eusebio, tú sabes que Gabino y yo éramos como hermanos. Yo quiero, que el día que se acaben las pasiones, si puedes conseguir mis restos, los entierres en La Mercedes al lado de los suyos”.
Aquellas palabras conmueven al general Puello, al pelotón de fusilamiento y a la muchedumbre. El general Antonio Alfau, comprende que es preciso actuar rápido porque la exaltación de la multitud amenaza con desbordar la situación. Ordena al jefe de pelotón iniciar sin demora la ejecución, y éste grita a los soldados: “Fuego, fuego”. Las primeras balas alcanzan a Sánchez en su sillón cubierto por la cruz de la bandera dominicana. Su cuerpo de héroe se desploma sin vida ya sobre la tierra amada. Algunos no murieron con los primeros disparos y entonces se les remata con disparos en la sien o con machetazos en la cabeza. Todo se vuelve confusión, sangre, espanto, muerte. Ya no es una ejecución lo que está en marcha en el lejano sur, sino una horrible matanza que avergüenza a los propios oficiales y soldados españoles, que minutos antes se habían retirado del lugar para no ser cómplices con su presencia de lo que se veía venir.
Terminada la horripilante orgía de sangre cavan la que sería la tumba del prócer. Con cuidado envolvieron su cuerpo con la bandera dominicana y lo entregaron, sin ninguna caja, a la tierra quisqueyana que tanto amó y por la que ofrendó su vida, su generosa vida de prócer, de patriota y de Padre de la Patria.
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